Cartas a Milena by Franz Kafka

Cartas a Milena by Franz Kafka

autor:Franz Kafka [Kafka, Franz]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 1952-04-22T16:00:00+00:00


[Praga, 1 de agosto de 1920]

Domingo

Aún no sé lo que responderás a la carta del sábado por la tarde y seguiré sin saberlo mucho tiempo; en cualquier caso estoy aquí, en la oficina, tengo permanencia dominical (una curiosa institución, uno tiene que estar aquí y eso basta; por tanto, durante esta permanencia, otros trabajan menos de lo habitual, yo, como siempre), está nublado, pronto lloverá, pronto me molestará la luz de las nubes cuando escriba, en fin, todo es como es, ni más ni menos, triste y opresivo. Y si tú escribes que tengo ganas de vivir, hoy no tengo apenas; ¿de qué me va a servir en un día como hoy, en una noche como hoy? En el fondo, sigo teniendo, pese a todo (viene de tiempo en tiempo, una y otra vez, bonita expresión), pero poco en la superficie. Tampoco estoy contento conmigo mismo, aquí estoy sentado, delante de la puerta del director, el director no está, pero no me asombraría si saliera y dijera: «A mí tampoco me gusta usted, por eso lo despido». «Gracias —diría yo—, necesito eso urgentemente para viajar a Viena». «Vaya —diría él—, ahora vuelve a gustarme y retiro el despido». «Oh —diría yo—, así que ahora ya no puedo hacer el viaje». «Oh, sí —diría él—, porque ahora no me gusta usted otra vez y le despido». Y eso sería entonces una historia interminable.

Hoy he soñado contigo por primera vez, creo, desde que estoy en Praga. Un sueño hacia la madrugada, breve y penoso, dormí un poco después de una noche siniestra. Recuerdo poco, tú estabas en Praga, caminábamos por la Ferdinandstrasse; frente a Vilimek más o menos, en dirección al muelle, unos conocidos tuyos pasaban por el lado opuesto de la calle, nos volvíamos hacia ellos, tú hablabas de ellos, tal vez también mencionabas a Krasa [él no está en Praga, eso lo sé, me enteraré de su dirección]. Hablabas como siempre, pero en tu voz había cierto rechazo, algo que no se podía abarcar, demostrar, yo no lo mencionaba, pero me maldecía, así sólo pronunciaba la maldición que pesaba sobre mí. Luego estábamos en un café, en el Café de la Unión probablemente (cogía de camino, era también el café de la última noche de Reiner), en nuestra mesa había sentados un hombre y una joven, de ellos sin embargo no puedo acordarme, luego un hombre que se parecía mucho a Dostoievski, pero joven, la barba y el pelo negros como la pez, y todo, por ejemplo las cejas y los párpados, muy abultados. Luego estabas tú allí, y yo. Una vez más, nada delataba tu actitud de rechazo, pero el rechazo era evidente. El rostro lo tenías —no podía apartar la vista de esa torturante singularidad— empolvado, y además de modo más que ostensible, con torpeza, mal, probablemente también hacía calor y por eso con los polvos se habían formado dibujos completos en tus mejillas, todavía las estoy viendo delante de mí. Una y otra vez me inclinaba para



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